
La muerte de una mascota no es simplemente la pérdida de un animal. Para muchas personas es la partida de un miembro de la familia, un compañero silencioso que estuvo ahí en esos días grises, una presencia constante que no exigía palabras para ofrecer consuelo. Sin embargo, a pesar del vínculo profundo que se puede establecer con estos seres, la sociedad aún tiende a minimizar el dolor que implica su pérdida.
Cuando un perro, un gato o cualquier otro animal doméstico muere, el vacío emocional que queda es abrumador. Hay quienes incluso comparan ese dolor con el de perder a un ser humano cercano. Esto no debería verse como una exageración: la mascota ocupa un lugar afectivo significativo en la vida cotidiana. Su rutina se entrelaza con la nuestra. Nos despierta, nos espera, nos sigue, nos escucha sin juzgar. Entonces, ¿por qué no habría de doler su ausencia?
La muerte de una mascota también nos enfrenta a preguntas existenciales. ¿Qué pasa con ese ser que nos acompañó durante años? ¿Simplemente deja de existir? Quienes creen en una dimensión espiritual de la vida animal encuentran consuelo en imaginar que sus mascotas descansan en algún lugar de paz. Otros, más escépticos, optan por la memoria como el único espacio sagrado en el que continúan existiendo. En ambos casos, lo que permanece es el amor y el recuerdo, esa huella invisible que resiste al olvido.
Por otro lado, la sociedad aún muestra un bajo grado de sensibilidad hacia quienes atraviesan este tipo de duelo. Frases como “era solo un perro” o “ya tendrás otro” revelan una falta de empatía y comprensión sobre el lazo emocional que puede crearse entre humanos y animales. Esta minimización del dolor ajeno no solo es injusta, sino también peligrosa, porque invalida experiencias emocionales profundas, promoviendo el silencio y el aislamiento en quienes sufren.
Las mascotas, a lo largo del tiempo, han dejado de ser vistas como simples ‘propiedades’ para convertirse en sujetos de afecto y cuidado. La ética del trato hacia los animales ha evolucionado, reconociendo en ellos capacidades de sentir, sufrir y amar. Pero esa empatía, que ha crecido en ciertos sectores, aún no es generalizada. Todavía falta educar en la compasión, en el respeto por el dolor ajeno y en la capacidad de entender que el amor no se mide por especies.
Perder una mascota es perder una parte del hogar. Es perder rutinas, sonidos, miradas, compañía. Quienes lo viven, merecen el derecho al duelo, al acompañamiento y a la comprensión. Porque cuando un animal muere, no solo se va un cuerpo: se apaga una presencia que nos hizo mejores, más humanos y más sensibles.
La entrada Permiso para llorar a mi mascota – María Teresa Gómez #Columnista7días se publicó primero en Boyacá 7 Días.
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