
En el sector público colombiano, la planeación enfrenta una paradoja estructural: es indispensable para garantizar el bienestar colectivo, pero enormemente difícil de ejecutar adecuadamente en la práctica. Esta tensión entre necesidad y viabilidad limita la capacidad del Estado para responder con eficacia a las demandas sociales, y revela uno de los retos más complejos de la gestión pública contemporánea.
El diseño institucional colombiano promueve la planeación a través de diversos instrumentos como los Planes Nacionales de Desarrollo cuatrienales, los planes decenales de educación o los planes sectoriales de largo plazo. No obstante, su implementación efectiva choca contra un obstáculo fundamental: el manejo presupuestal anual. Cada vigencia fiscal obliga a las entidades a concentrarse en metas de corto alcance, generando una lógica operativa que privilegia lo inmediato sobre lo estructural. En consecuencia, muchas políticas se quedan a medio camino o se ‘reinventan’ cada cuatro años, según el enfoque del Gobierno de turno.
Esta desconexión entre la temporalidad de la política y la de la transformación social impide la consolidación de verdaderas políticas de Estado. Se priorizan las políticas de Gobierno, que responden al horizonte de un periodo presidencial o de gestión institucional. Así, proyectos fundamentales como la reforma agraria, la educación rural o la adaptación al cambio climático quedan atrapados en la inercia del corto plazo, a pesar de que requieren décadas de continuidad y compromiso interinstitucional.
De cualquier manera, la planeación sigue siendo una necesidad ineludible. La ausencia de visión de largo plazo incrementa la desigualdad, debilita la confianza ciudadana y perpetúa los ciclos de pobreza y exclusión. La ciudadanía no necesita políticas cambiantes, sino caminos estables que conduzcan a derechos garantizados, bienes públicos sostenibles y oportunidades reales de desarrollo.
Por esto, es importante repensar la manera en que planeamos desde lo público. No se trata solo de diseñar mejores documentos de planeación, sino de blindar institucionalmente los proyectos estratégicos, fortalecer capacidades técnicas en los territorios y establecer mecanismos de seguimiento que trasciendan los calendarios políticos. Así podremos convertir la planeación en una herramienta real de transformación y no en una mera formalidad administrativa.
La paradoja de la planeación necesaria no se resuelve con más diagnósticos, sino con voluntad política, pactos sociales amplios y una ciudadanía que exija coherencia entre las promesas y las acciones del Estado. Planear no puede seguir siendo un lujo o una utopía. En contextos de desigualdad estructural como el nuestro, planear bien es una cuestión de justicia.
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