
Al papa Francisco se le recordará por muchas razones: su sencillez al hablar y al vivir. Su habilidad para abordar temas profundos con practicidad y humildad. Su vocación en la escucha, su compromiso con los desposeídos del mundo, su discurso en defensa de la dignidad de los migrantes, su coherencia con el Evangelio, que no es otra cosa que la puesta en práctica de la compasión, la generosidad, la alteridad, el amor y, sobre todo, la construcción de la paz.
Los colombianos, en particular, lo recordaremos por su presencia en el país en el año 2017. Su visita fue la de alguien que no podía soportar saber que en el país llevábamos décadas matándonos, desplazándonos, desmembrándonos y no hacer nada. Su estar con nosotros, en nuestra nauseabunda tragedia, es, en consecuencia, la vida de la bienaventuranza que grita: «dichosos los que trabajan por la paz y la justicia».
Su visita fue, asimismo, un símbolo de lo que significa la religión de Jesús, es decir, el religare, el vínculo, que trasciende el estar en el templo o el cumplir con el ritual. El papa Francisco no fue, por ejemplo, a Chiquinquirá, sitio emblemático de culto religioso; en su lugar, solicitó que el cuadro de la Virgen fuese trasladado hasta la catedral primada de Bogotá, donde pudiera orar en silencio. El papa Francisco decidió no ir por una razón evangélica: antes de llevar la ofrenda al templo, debía promover la reconciliación y el perdón.
En contraste, dedicó un día para estar en Villavicencio. La capital del Meta no posee catedrales o basílicas majestuosas. No obstante, tendría el relato de las víctimas con quienes lloró. Allí escuchó narraciones escalofriantes y de esperanza, como la de Pastora Mira, una mujer que desde muy joven sufrió la guerra y el odio de todos los actores del conflicto armado, pero quien, a pesar del dolor, terminó cuidando a uno de los paramilitares que mataron y torturaron a su hijo.
En el piedemonte llanero también percibió la misma paradoja de los nacidos en este territorio llamado Colombia: vivir en el Jardín del Edén bañado con la sangre y con el dolor de millones de seres humanos. Allí sembró un árbol, que se sintonizaba con la encíclica Laudato si’. Allí, dijo que la violencia no podría tener la última palabra.
En definitiva, Francisco tiene que ser una inspiración en el compromiso de trabajar por la paz y la justicia. Su vida, su obra, tienen que servir de guía en un país que no ha sabido cómo vivir con los otros, en un país donde ha resultado más fácil aniquilarnos con bombas y fúsiles que sentarnos a la mesa a dialogar y construir.
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