
En ese amanecer de verano, sobre el horizonte de la sierra parecía dibujarse el recio perfil del cuerpo de un aborigen tairona, como si descansara extendido cuan largo era sobre la línea de las montañas que a esa hora se recortaban en el cielo azul, parecido a cuando la atlética figura de Jaiidexa, el primer mamo, se recostaba sobre las enormes rocas a la orilla del río, después de nadar contra la corriente en las turbulentas aguas del Buriticá, abandonándose allí a los tibios rayos del sol y la caricia de la brisa marina que subía de la playa.
La leyenda cuenta que, en los años de upa, en una noche, obedeciendo al llamado del dueño de todo, Jaiidexa debía partir de esta dimensión, pero el mismo hacedor del universo le ordenó quedarse esculpido en el horizonte de las montañas, como guardián eterno de todos los tiempos, para orientar, curar y liderar a su pueblo con la voz del trueno, la lluvia y el viento.
Por ello, le concedió la facultad de retomar su figura humana en las noches de plenilunio y bajar hasta la hermosa playa Cañaveral a disfrutar las azules y frías aguas de la pequeña bahía, permitiéndole fundirse con el reflejo de la luna en estrecho abrazo, y en el amanecer, partir a su lecho de cordillera, mientras en el camino caían infinidad de gotas de luna como blancas perlas.
Allí permanecería como roca imperturbable hasta el próximo plenilunio, noches en que el Señor del Universo le permitía volver a amarse con la luna en el onírico juego con las olas. Cuentan los viejos más viejos de las etnias de arasarios, chimilas y quanquamos, que habían oído de labios de sus abuelos, cómo a través del tiempo se había borrado la sonrisa bondadosa de los labios rocosos de Jaiidexa y en su lugar había ido apareciendo una mueca rocosa de tristeza y que, desde entonces las tormentas eran más frecuentes, incluso algunos aseguraban haber visto manar lágrimas de sus ojos, después de que regresaba de sus coloquios amorosos con la luna.
Pero, que lejos estaba la realidad de sus tristezas, todo había empezado cuando llegaron los foráneos a apoderarse de los bosques, de las playas, el mar y todo lo que existía en los dominios taironas.
Atropellaban cuanto encontraban con saña demencial, desde que los inocentes vientos los impulsaron, sin presentir el desastre al que estaban contribuyendo, desde el occidente donde se retira todas las tardes a descansar el dios sol, llevando esas gigantescas cáscaras de coco sobre las olas, en las que venían los salvajes hombres barbados a arrasar todo, a violar a sus mujeres, esclavizar a los hombres, incendiar sus rancherías y templos sagrados. Seres insensibles e insaciables que no podrían contra sus dioses.
Jaiidexa en su ser de piedra recordó la tierra de sus ancestros, como un universo exclusivo, que nacía en la playa acariciada por el incansable oleaje marino, hasta las nieves perpetuas en el pico más alto del Tayrona, el cual se perdía entre las nubes, por donde se extendía el camino para subir al cielo, cuando los espíritus dejaban esta tierra de Dios.
El eterno mamo también pensó que todo dependía de todo en ese paraíso, desde la imponente palma de coco, hasta el suave frailejón, adormilado en sus hojas acolchadas, abrazado por la neblina, que alimentaba con briznas de agua las pequeñas fuentes que se desbordaban silenciosas para engrosar los arroyuelos y quebradas, que corrían alegres y cristalinas entre riscos y peñas, para ir a verter sus aguas a los caudalosos ríos, llevando a su paso vida, hasta llegar a entregarse rendidos al océano, y así, subidos en el lomo de las olas, iniciar su peregrinaje por tierras remotas desconocidas.
Esto pensaba el mamo, perdido en su dolor profundo, mientras desde sus inmóviles ojos de roca veía correr el tiempo de plenilunio en plenilunio, cargando la huella dejada por el atropello de los tres cascos de la conquista: el de las carabelas, los soldados y los caballos.
Entonces gimió desde su corazón de piedra, implorando compasión a sus dioses para su pueblo cada vez más acorralado y desconocido, al que le habían expropiado hasta sus raíces, al extremo de no tener derecho a grabar sus huellas en la arena, ni mojar sus pies en las aguas sagradas del mar, herencia de sus abuelos, porque hasta ese extremo habían llegado los invasores desconocidos.
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