En cada una de las palabras del sermón de esta tarde se adapta un análisis de problemáticas que se viven en la actualidad en la mayoría de hogares colombianos.

El sermón de las siete palabras que comenzará a las 3:00 de la tarde en la catedral de Duitama estará liderado por el obispo, Édgar Aristizábal. Foto: Gerson Flórez/Boyacá Sie7e Días.
El perdón, la misericordia, el pensar en los demás, la vida, la honestidad y la paz, son algunos de los temas que abordará el sermón que escribió el vicario parroquial Gerardo Andrés Guayacán y que pronunciará el obispo de la Diócesis de Duitama-Sogamoso, Édgar Aristizábal, esta tarde en la catedral San Lorenzo Mártir.
El tema central del sermón que se escuchará esta tarde en Duitama es el Jubileo que se celebra cada 25 años y que marca un nuevo año litúrgico, símbolo importante para los creyentes en la religión católica por tratarse de un nuevo periodo de renovación espiritual.
El siguiente es el Sermón de las Siete Palabras que tendrán en Duitama la tarde de este Viernes Santo:
Dios nos habla desde la cruz,
Gerardo Andrés Guayacán Cruz
Vivimos en un mundo marcado por profundas heridas que claman al cielo y, como comunidad de fe, no podemos ser indiferentes; el evangelio nos interpela, nos sacude, nos llama a ser sal y luz en un mundo desabrido y enceguecido.
Hoy, como cada año, en Viernes Santo, dirigimos nuestra mirada a Jesús crucificado, un hombre exageradamente humano y extraordinariamente divino. No estamos ante una imagen lejana, decorativa o romántica. Estamos ante el rostro de Dios sufriente que se solidariza con el dolor humano, el dolor de los pobres del mundo, de los crucificados de hoy y de mañana, de aquellos que cargan con el peso de la injusticia, hambre, abandono o exclusión.
Jesucristo fue la última Palabra de Dios al mundo, en un intento supremo de revelarnos su corazón de Padre a través de quien mejor lo conocía, su Hijo. Y, si revelar al Padre es lo que Jesús hizo durante toda su vida, ¿no será esto también y sobre todo lo que quiso hacer en el momento de su muerte?
Jesús no enmudece ni en el dolor más extremo. Cada palabra pronunciada por Él en la Cruz revela su misericordia que salva desde el amor, el sufrimiento y la entrega total. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Esta palabra inaugura una nueva lógica: el perdón como acto radical del amor. Es aquí donde más nos duele, pues el perdón a todos nos cuesta. El perdón no es la palabra pronunciada sino la acción vivida “ad intra y ad extra”, es decir “me perdono y te perdono”. Que contradictorio que en un mundo de humanos nos esté quedando grande ser personas de paz. En muchas partes del mundo la violencia se ha convertido en el lenguaje cotidiano que masacra, destruye, viola y hace sangrar al indefenso. Jesús desde la Cruz no responde al pecado con castigo sino con compasión, ejemplo que todos estamos invitados a seguir.
En su agonía, Jesús no piensa en sí mismo, sino en los demás. Su corazón permanece abierto, incluso cuando su cuerpo está atravesado por el dolor. Allí en lo alto del Gólgota, la misericordia se hace carne, perdón, acogida, salvación… La Cruz no es derrota, es victoria del amor. En ella, la misericordia de Dios se revela con toda su fuerza: un amor que perdona, que salva, que acompaña, que abraza y que transforma. Por eso, el cristiano no contempla la Cruz con tristeza, sino con gratitud porque en ella encontró la misericordia que da vida nueva.
La misma misericordia que encontró el malhechor que compartía la suerte de Jesús. Misericordia que nació de Dios al deseo de un hombre perdido, pecador, frágil e indefenso, y que encontró en el rostro desfigurado y ensangrentado del Señor la gloria de Dios. Su humilde petición –“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”– es una oración sencilla, pero cargada de fe. Una fe que no se basa en méritos, sino en confianza. Jesús no le pidió explicaciones, no le recordó su pasado, no le impuso condiciones; simplemente le respondió con una promesa que desborda de misericordia: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). Esa palabra revela el corazón de Dios: un Padre que acoge, que salva, que transforma incluso en el último instante. Esta es una lección poderosa: nunca es tarde para volver a Dios, nunca es demasiado tarde para abrir el corazón a su amor.
Jesús no habla de un lugar lejano o abstracto. Lo importante no es el «paraíso» como espacio, sino «conmigo» como presencia. Estar con Cristo es el verdadero cielo. Para el creyente, esta palabra es una invitación a vivir desde ahora en comunión con Él, a reconocerlo en el dolor, en la fe y en la esperanza de cada día.
Estas palabras se dirigen a quienes dudan, a los que no creen, pero se atreven a mirar con honestidad su vida, su fragilidad, su deseo de algo más. Jesús no exige una fe perfecta, sino un corazón abierto. Aquel hombre no merecía nada, pero recibió el todo: la promesa de estar con Jesús. Para muchos incrédulos, palabras como “paraíso” pueden sonar lejanas o irreales. Pero en esta frase, el paraíso no es solo un lugar religioso; es símbolo de plenitud, de encuentro, de sentido, de descanso después de la lucha. Es ese anhelo universal de estar en paz, de ser abrazado por una verdad más grande que el dolor, más profunda que el error.
Jesús, desde la Cruz, sigue hablando a los corazones inquietos, a los que no creen, pero sienten que quizás, solo quizás, hay algo más.
Jesús, sigue suspendido en el madero, una Cruz llena de sangre y dolor, una Cruz que destila soledad y tristeza. Allí en el mayor dolor, Jesús no piensa en sí mismo. Sus ojos buscan a María y al discípulo amado. Es desde la Cruz, que, suspendido entre el tiempo y el espacio, Jesús funda una nueva familia: la familia del amor, la familia de la fe.
El, que nada tiene, desnudo sobre la Cruz, posee aún algo enorme: una madre. Y se dispone a entregárnosla. Es san Juan quien nos transmite esta tercera palabra.
Con ternura inmensa, pronuncia esta frase; la más conmovedora del Evangelio: «Mujer, ahí tienes a tu hijo… Hijo ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27).Es una palabra que revela el corazón humano y divino de Cristo, y que hoy sigue resonando con fuerza, especialmente cuando hablamos de cuidado entre madres e hijos.
Hoy existen muchas madres que sufren. Madres que han perdido sus hijos a causa de las guerras y que por acciones egoístas han tenido que recibirlos en sus brazos mutilados, sin rostro ni figura. Madres que por el sufrimiento de ver como asesinan a sus hijos sus almas se desfiguran en el llanto y la desesperación, clamando al cielo justicia. Madres que ven como les arrebatan sus hijos de las manos y los venden como mercancía, como si la vida hubiese perdido su valor. Madres abandonadas que deben luchar día a día para darles un mejor futuro a sus hijos.
Y qué decir de los hijos. Muchos perdidos en el alcohol, las drogas, la prostitución, la falta de oportunidades laborales. Hijos que no ven un futuro esperanzador sino ensombrecido. La palabra que Jesús pronuncia desde lo alto del monte, asegura el bienestar de las madres y los hijos, en un mundo que aparentemente favorece a los poderosos y margina a los débiles. Es la esperanza del amor que no se cierra a sí mismo, sino que genera vínculos, protege, cuida y se preocupa por el otro.
El gesto de Juan, de recibir a María en su casa, va más allá de lo material; la acoge en su corazón, la hace parte de su vida. Esta palabra nos llama a cultivar relaciones de cuidado, de responsabilidad afectiva, de compromiso mutuo. En un mundo que muchas veces descarta a los ancianos y deja solas a las madres, esta escena del Evangelio es un llamado urgente a recuperar el valor del cuidado.
De todas las palabras de Jesús en la Cruz, esta es quizás la más desgarradora. Pronunciada en arameo—“Elí, Elí, ¿Lamá sabactaní?”—, es un grito de dolor que brota desde lo más profundo del alma de Cristo. Que grito tan desesperante y que indiferencia la del hombre que no se compadece de quien sufre. Aquí el Señor, se identifica con los que han sido abandonados: los pobres, los enfermos, los migrantes, los presos, los olvidados. En esta palabra, Cristo toma sobre sí la angustia de millones de personas que no encuentran respuestas, que viven en el sufrimiento y la desesperanza. Su grito es el grito del mundo, y al hacerlo suyo, Jesús dignifica el dolor humano.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46), no es una renuncia a la fe, sino una expresión sincera de su humanidad doliente. Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, se une al clamor de todos los que sufren. Esta cuarta palabra es luz para nuestra sociedad, marcada por el abandono y la soledad de muchos.
Vivimos rodeados de violencia, injusticia, crisis humanitarias y problemas que parecen no tener fin. Muchas personas se sienten abandonadas: niños sin hogar, familias rotas, ancianos olvidados, jóvenes sin futuro. Como Iglesia y como sociedad, esta palabra nos compromete. No podemos permitir que tantos sigan sintiéndose abandonados. Somos llamados a ser rostro de compasión, manos de ayuda, palabra de consuelo. Cada gesto de cercanía, cada acto de justicia, es respuesta concreta a ese grito de abandono.
Es ésta la palabra más radicalmente humana que Jesús pronunció en la Cruz: “Tengo sed” Al oírla, uno entiende que Jesús estaba muriendo de una muerte verdadera, que el que está en la Cruz es un hombre, y no un superhombre que no conocería la muerte, o un fantasma que no la sintiera con toda su crudeza. Aquí se nos revela con todo el realismo la humanidad de Jesús.
La sed es uno de los más terribles tormentos de los crucificados. Este grito desgarrador de Jesús, nos anima a confiar, acompañar y a no dejar solos a los que gritan desde la oscuridad. Es saciar la sed de muchos que hoy se acercan a Cristo como fuente de agua viva; una sed que va más allá de lo físico, “la sed espiritual”.
Es aquí donde debemos preguntarnos ¿Qué sed estamos sintiendo realmente? Cuando Jesús pronunció esta palabra: «Tengo sed» (Jn 19,28), fue más allá del dolor corporal; la sed de Cristo ha sido siempre una sed de almas, una sed de humanidad reconciliada, una sed de un mundo transformado por el amor. Es la sed de quien ha venido a buscar a los que se han perdido, a sanar corazones, a dar sentido a la existencia. Hoy, esa sed sigue ardiendo en Cristo por cada persona indiferente, por cada vida alejada, por cada corazón que aún no ha respondido a su llamada.
Hoy la humanidad tiene sed de verdad, paz, dignidad y sentido. Hay sed en los refugiados que caminan sin destino. Hay sed en los jóvenes atrapados en la desesperanza. Hay sed en quienes viven bajo sistemas que explotan, marginan o silencian.
Esta expresión en la Cruz no es solo el susurro de un moribundo. Es el clamor de Dios que sigue esperando una respuesta de nuestra parte. ¿Cómo respondemos a su sed? ¿Cómo respondemos a la sed del mundo? Esta palabra nos despierta, nos interpela y nos envía: a amar más, a dar más, a vivir como verdaderos discípulos del Crucificado.
La vida moderna está llena de distracciones: pantallas, redes, consumo, velocidad. Sin embargo, cuando el ruido se apaga y el alma queda sola consigo misma, emerge una inquietud profunda, un vacío que nada material puede llenar. Es allí donde Cristo se presenta como agua viva, como respuesta a la sed existencial que muchos no saben cómo nombrar.
«El que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás…» (Jn 4,14). Esa expresión: “no tendrá sed jamás”, se refiere a la salvación. Aquí vemos cumplido el plan en la misión de Jesús, pues desde la Cruz y en la agonía más intensa, grita como victoria y no como derrota: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Estas palabras encierran el corazón del Viernes Santo: la culminación redentora de Cristo, el amor llevado hasta el extremo. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús vivió en obediencia al Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió” (Jn 4, 34). Su misión no era simplemente enseñar o sanar, sino reconciliar al mundo con el Padre, cargar con el pecado, vencer el mal con el bien. En la Cruz, esa entrega se consume. No falta nada. Lo ha dado todo. Jesús no fue víctima de un plan humano, sino protagonista de un plan divino. La Cruz no fue un fracaso, sino el camino elegido libremente por amor. Con esta palabra, Cristo dice: “He amado hasta el final”. En cada latigazo, en cada espina, en cada gota de sangre, se cumple la promesa de salvación hecha desde antiguo.
Jesús cumple su misión con fidelidad, sin desviarse, sin rendirse. Esto nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vocación.
«Todo está cumplido», es el sello del amor perfecto, la firma de Dios que no se guarda nada para sí. Cristo nos consuela, nos libera y nos impulsa a vivir con la certeza de la Vida Eterna, la esperanza del cielo y la alegría de la vida en plenitud.
Ahora, después de tanto dolor, de tanto maltrato, de tanta indiferencia, Jesús entrega su vida en manos del Eterno Padre. Esta palabra no es el final sino la prolongación del proyecto salvífico del Señor. En este acto final, no solo se entrega al Padre, sino que también nos entrega a todos nosotros. En su último aliento se abandona al Padre.
Es un acto de confianza filial, una entrega plena desde el amor. En medio del sufrimiento, Jesús confía, y con eso nos enseña que la fe no es huir del dolor, sino atravesarlo con esperanza.
En esta palabra, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), comprendemos que la Cruz no fue una ejecución, sino un acto sacerdotal: Jesús es el sacerdote y la víctima. Se ofrece a sí mismo por amor, para que tengamos vida. En este sacrificio se manifiesta el rostro misericordioso de Dios, que no abandona, sino que salva entregando a su propio Hijo.
En un mundo donde muchos mueren solos, donde tantos sufren en silencio —víctimas de la guerra, la pobreza, el abandono, la enfermedad o la injusticia—, estamos llamados a entregar a cada uno de ellos a Dios, como lo hizo Jesús. No con indiferencia, sino con compasión activa, con presencia amorosa, con oración y compromiso.
Cuando no podemos cambiar una situación, siempre podemos hacer lo más grande; poner esa vida en las manos del Padre. Entregar no es desentenderse. Es decirle a Dios: «Aquí está este hermano que sufre. No lo sueltes. No lo dejes solo». Como María al pie de la Cruz, estamos llamados a permanecer junto a los que sufren, a llorar con ellos, a cuidarlos, a abrazarlos, y finalmente, a encomendarlos a Dios que sabe transformar la muerte en vida.
Hoy más que nunca, escuchamos el eco de Jesús diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Que esa sea también nuestra oración por los que sufren: Padre, en tus manos encomendamos a los pobres, a los enfermos, a los olvidados, a los que lloran en silencio. Que no estén solos. Que encuentren en nosotros, y en Ti, consuelo y esperanza.
En un mundo cada vez más indiferente a la fe, estas palabras siguen siendo una voz viva y necesaria. No es solo un recuerdo piadoso del sufrimiento de Jesús, sino un mensaje actual y urgente que habla al corazón humano, incluso al más alejado.
Cada palabra de Cristo en la Cruz toca las fibras más profundas del alma humana. Aunque muchos no crean, todos pueden entender el lenguaje del amor, del dolor compartido y de la compasión. En eso, Cristo crucificado sigue siendo un espejo y una respuesta.
En una sociedad que ha perdido muchas veces el rumbo espiritual, la Cruz no es un símbolo del pasado, sino una propuesta de vida nueva, una invitación al amor incondicional, al perdón sin límites, a la solidaridad con los que sufren.
Por eso, incluso en un mundo poco cristiano, las Siete Palabras de Cristo en la cruz no han perdido su poder. Al contrario, se vuelven más necesarias, más proféticas, más humanas. Hay expertos en espiritualidad que, partiendo de estas palabras, ven la Cruz como una verdadera cátedra y a Jesús como un conmovedor orador.
Cristo crucificado es el grito de Dios que, en la Cruz, sigue llamando a la vida en plenitud, a la salvación.
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